A veces uno va
postergando la lectura de una novela por el mero hecho de retrasar el placer,
el hondo poso de literatura que algunos textos nos dejan. Eso me ha pasado con El
Jugador, novela de Fiódor Dostoyevski (Moscú 1821 – San Petersburgo 1881).
Una novela con tintes autobiográficos donde se relata la adicción al juego, con
la narración cruda de Dostoyevski y su falta de concesiones a la
artificiosidad literaria.
Las condiciones
personales bajo las que fue escrita esta novela no deja de resultar sorprendentes.
Acuciado por las deudas (de juego, claro), Dostoyevski debía cumplir con un
contrato firmado tiempo atrás donde se comprometió a la entrega de un original
a su editor, Stellovski. Así, en poco más de una
semana, Dostoyevski tenía terminada esta novela. Por más que el genio de
Dostoyevski esté fuera de toda duda, no debemos caer en la falsa consideración
de pensar que todo fue así de fácil. Dostoyevski tenía la novela en la cabeza
desde hacía años, una novela que tratara el tema del juego, de su adicción, del
vicio incontrolable de sentarse ante una mesa de ruleta, una suerte de
expiación, de terapia sobre su propia ruina.
Alexei Ivanovich es algo así
como un profesor particular encargado de la educación de los hijos de un
general ruso. Adicto al juego, a veces acepta el encargo de jugar para otros,
de manejar las apuestas que, como ríos de un caudal inagotable, otros ponen en
sus manos. En la ciudad (creada por Dostoyevski) de Ruletenburgo, además
del juego se nos relata la vida de esos rusos que viajaban por Europa, sus
costumbres, las falsedades de los amores, los intereses creados, no en vano, el
general y toda su cohorte esperan ansiosos la muerte de la abuela para heredar.
Un texto, en definitiva, cargado de ese realismo crudo de
Dostoyevski, con su magistral forma de presentarnos los hechos, la historia,
sin más ambages que la objetividad. Tantas cosas se han dicho sobre la novela y
su autor, que únicamente me queda recomendar encarecidamente su lectura.
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