Estoy sentado en
un café del centro. El camarero no ha tenido la gentileza –y ya va siendo
jodidamente habitual- de traerme el café como se lo he pedido, como lo pido
siempre aunque sigan sin hacerme caso: templado. La elevada temperatura, pues,
y la irremediable espera a que se enfríe un poco, me proporcionan unos minutos
de (como diría Pessoa) vacación mental.
Delante de mí está el libro al que le tengo –sin ninguna justificación
plausible- cierta reticencia. Estos son manías mías de lector, que nada tienen
que ver con el texto que tengo entre manos. Por delante me queda una hora libre
antes de reincorporarme a mis obligaciones, y este desacostumbrado tiempo de
asueto o libertad me hace decidirme a echar un vistazo al libro que reposa
indolente o expectante junto al café humeante y el paquete de cigarrillos. Se
trata de La Constelación
del Perro, de Peter Heller (Nueva York, 1959). La portada es realmente
seductora, llama la atención pero sin estridencias, no desvela nada pero
sugiere: un azul intenso, añil más bien, con pequeños círculos moteando ese
sugestivo cielo que ya se nos va adivinando, y una avioneta como un presagio de
algo todavía indefinido, oculto, pero vivo al fin y al cabo. Es, en definitiva,
un pórtico apropiado para, con lentitud, abrirla y llegar al primer párrafo. La
edición de Blackie Books, como siempre, orfebrería editorial.
En pocos minutos
he llegado a la cuarta o quinta página y noto de repente como me he ajenado a
todo el tráfago incesante de personas que llenan la calle. Ha sido, pienso en
ese instante, como un letargo del tiempo, como si realmente yo hubiera estado
en otra esfera temporal distinta al resto del mundo –esto es ya, es sí mismo,
un síntoma de la propia novela-. Siento, como algo ciertamente físico, que he
estado volando en La Bestia ,
la vieja avioneta Cessna que Big Hig utiliza para sobrevolar el perímetro de
seguridad de su refugio en Erie, junto a su viejo perro Jasper, mientras
Bangley, su (único) vecino, violento y desconfiado y fanático de las armas,
mantiene en perfecto estado de funcionamiento su arsenal. Es extraño, pienso
mientras enciendo el segundo o tercer cigarrillo (no sé si esto debería
escribirlo pixelado), que haya entrado tan abruptamente en la historia. En
estas pocas páginas se han definitivamente volatilizado las iniciales – e
injustificadas- reservas que albergaba sobre la novela.
En estas todavía
pocas páginas ya he descubierto el primer acierto del escritor neoyorquino, a
saber, presentarnos la acción en un futuro cercano. Tan cercano que todos nos
reconocemos vivos aún en esos años. Tal vez diez, o quince años, no más, y no,
como cabría esperar de una narración postapocalíptica, pongamos por ejemplo, en
el año 2666, que a todos nos importaría, por decirlo a las claras, un puñetero
bledo. Como ya habréis adivinado –tal y como yo lo iba adivinando en esas
primeras páginas-, el mundo que Peter Heller nos presenta es una distopía, un
lugar arrasado por un virus que ha matado al 99% de la población mundial y que
ha dejado a los pocos supervivientes con una enfermedad de la sangre,
altamente contagiosa y en cualquier caso mortal. Sólo unos pocos –tal vez
únicamente Big Hig y el armamentístico Bangley-, sean los únicos libres de toda
infección. Una suerte que hay que agradecer a la genética, suponen.
Mientras he ido
avanzando en la lectura, absorto, enmimismado,
frenético, he comprobado que el café se ha quedado helado y el camarero fija
una mirada inquisidora en mi nuca, resuelto a hacerme saber que tenía razón al
ponerme el café hirviendo y que mis protestas –leves, mínimas en cualquier
caso-, podría habérmelas ahorrado. No entro en esa dinámica de que el cliente
siempre tiene razón. Tal vez porque esta vez eso no es verdad. Lo que sí hago
es volver a sumergirme en el texto para constatar algo que se intuye desde el
principio: que Jasper, el fiel compañero de Big Hig, morirá. Y muere, claro.
Pero no cuando lo suponemos; no cuando el texto parece avanzar irrevocable
hacía ese desenlace, sino como suceden las cosas en la vida real, es decir,
cuando tienen que pasar y no en cambio cuando nosotros lo deseamos. A partir de
esa dolorosa pérdida, el relato toma un ritmo vertiginoso, que no acelerado, y
Big Hig, como si esa muerte fuese especial –en verdad lo es-, entre tantas
muertes, decide explorar en su Cessna el territorio fuera de su refugio.
Entonces todo, como he dicho, todo se precipita, y el bueno de Big Hig, con la
gasolina sólo para el viaje de ida, encuentra a otros dos supervivientes,
libres, como él, de cualquier rastro de la enfermedad de la sangre. Un padre y
una hija. Seres humanos en definitiva que, como él mismo y Bangley, luchan por
seguir pareciendo civilizados en un mundo hostil y cruento.
Sé que me dejo
demasiadas cosas por decir de esta novela, pero, como yo mismo hice, creo que
cada cual debe ir descubriéndolas, leer esa otra lectura que subyace bajo la
narración, esa continua declaración de principios que recorre toda novela.
Me di cuenta de
repente que hacía bastante tiempo que había terminado mi hora vacacional, pero
como supuse inútil cualquier forma de justificación por mi parte, dejé ese
contratiempo para el día siguiente. Decidí dejar el coche aparcado y caminar
hasta mi casa, leyendo mientras andaba por la calle, tal y como lo hace el
escritor Cristóbal Puebla. Tras unos minutos, observé una sombra que se
proyectaba en el suelo unos metros delante de mí, estática, casi paralizada,
mirando obsesivamente mi figura. Lentamente me acerqué al hombre circunspecto
dueño de aquella sombra y, posándole las manos amistosamente en los hombros, le
dije: lea esta novela, señor. No deje de hacerlo, por favor.