¿Cuántas veces,
alguno de nosotros, no hemos estropeado algo por no callar a tiempo?. Eso es lo
que constantemente hace el protagonista de La Adolescencia de Basil Duke Lee,
de Francis Scott Fitzgerald (Saint Paul, Minnesota, 1896 – Hollywood, 1940).
Aunque, como en todo relato iniciático, la multitud de detalles que vagan por
el texto son, a la postre, lo verdaderamente importante, y todo, con esa
elegancia literaria que caracteriza a Francis Scott Fitzgerald. La historia nos
lleva desde que el protagonista, Basil Duke Lee, tiene once años, hasta los
diecisiete. A través de hechos aparentemente intrascendentes, Scott Fitzgerald
nos sumerge en el mundo interior de Basil, en sus flirteos con las lecturas, en
su torpeza con las chicas, fruto, no obstante, de su desesperada obsesión por
agradar, por parecer resuelto.
El texto, lleno
de matices, nos sumerge en el mundo adolescente sin aspavientos innecesarios,
con la sutileza de quien sabe a la perfección sobre qué escribe, y lo hace
desde el convencimiento de que aquello que cuenta, en el fondo, no guarda
demasiada distancia con uno mismo. Un libro mayúsculo, escrito por entregas
como necesidad, pero que da como resultado un texto lleno de humanidad, a veces
violento en sus determinaciones, lleno de susurros literarios, enseñándonos el
abismo, poniéndonos al borde de un precipicio al que nosotros, y únicamente
nosotros, debemos encontrarle el sentido último.