Julian Barnes
(Leicester, 1946) estiliza cuanto escribe. Es un escritor inteligente, irónico,
elegante y con estilo. Traza las palabras no exactamente desde la memoria, sino
desde un pasado que muchas veces está oculto, apenas un rastro que se muestra.
Eso es lo que hace en su última novela, El Sentido de un Final.
Rememorando los años de instituto, Tony Webster pone voz a este relato de
exploración. Desde su madurez actual, Tony Webster cabalga hacia atrás, hacia
los hechos acontecidos en aquel lugar que fue la juventud. Una existencia
ordinaria, pesada, intrascendente hasta que, sin saber todavía el alcance que
tendrá, aparece Adrián. Hasta aquí, más o menos, la primera parte del libro. En
la segunda todo lo narrado con anterioridad parece puesto en tela de juicio,
como si de verdad nunca hubiera existido. La aparición de una insospechada
herencia, el diario íntimo que Adrián fue escribiendo, hace que Tony Webster se
plantee la veracidad de su propia vida.
No me gusta
hablar de las entrañas de los libros, del desarrollo de las historias. Menos
aún en este caso, que es tan fácil revelar el contenido crucial de la novela,
cuyo uno de sus principales personajes es el estilo, la metonimia sustancial
con que Julian Barnes crea y recrea sus
textos. El tono reflexivo, casi ensayístico, ligado a esa forma íntima y meticulosa de decir, hace que, desde las
primeras líneas, seamos conscientes de estar ante una novela determinante,
emotiva, y con toda la fuerza de un escritor consecuente. Todo ello no hace de
esta novela un texto hermético, un texto, podríamos decir, casi filosófico,
sino, bien al contrario, una narración en donde el autor integra las distintas
sensibilidades con las que juega hasta, llevados a un final enigmático,
desvelarnos el valor último (y primero) de la literatura.
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