Todo en esta
novela, Los Nadadores, de Joaquín Pérez Azaústre (Córdoba, 1976), nos
lleva a la soledad. Porque la natación es un deporte individual, solitario,
donde el agua es un medio de supervivencia personal, al igual que la
fotografía, esas fotografías de paisajes solitarios, de instantes donde todo ha
ocurrido ya o, por el contrario, donde está por suceder, pero, en cualquier
caso, donde late la simbología de un mundo culminante e involuntario. Ese es,
en cualquier caso, el escenario de la cotidianeidad de Jonás, un joven que
deambula por la urbanidad de una ciudad inconclusa que se va desmoronando con
el sonido lento y punzante de las desapariciones.
Con un ritmo
donde la natación es un acto repetitivo, a veces sanador, a veces asfixiante,
Joaquín Pérez Azaústre utiliza el fraseo largo, el caudal de un lenguaje que
lleva en su lentitud la efímera condición de nuestra identidad. Ahonda en esa
desesperación, en la inquietante secuencia de los hechos, la cualidad
(literaria y estética) de que esas desapariciones que se van produciendo no son
investigadas, ni tan siquiera analizadas por el personaje o el escritor, sino
que son utilizadas por éste como la inevitable consecuencia de la inconstancia
del mundo.
A la formación
que presenciamos de Jonás, se une una serie de personajes adyacentes que
Joaquín Pérez Azaústre perfila y crea con una escritura precisa, y que
administra con apariciones condensadas en la íntima condición de abstraer, al
menos por instantes, la realidad de la vida de Jonás.
Un libro, en
definitiva, pleno de matices, sutil y minucioso, lleno de ambición y estilo que
marca el camino de este joven escritor que ya ha saboreado el reconocimiento en
la poesía y que ahora deriva en una novela rotunda y sinuosa.
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