Hace ya algún
tiempo que tomé una decisión con respecto a las entrevistas que me hicieran en
televisión: tendrían que ser en directo. Con esto consigo varias cosas. En
primer lugar, y más importante, no verme. La mayoría de las veces no me
reconozco en ese tipo que intenta ser original e ingenioso, aunque ya suelo
tener preparadas las respuestas, no en vano casi siempre las preguntas son
similares. Excepto cuando algún entrevistador pretende ser (él y no yo)
ingenioso y original, y te sale con una pregunta del tipo ¿Te gustan los zoológicos?.
¡¡¡¡Joder!!!!!, qué hace alguien como yo ante ese tipo de preguntas. Son una
trampa. Respondas lo que respondas quedarás mal, tu respuesta será vista como
una soberana gilipollez. En segundo lugar minimizo daños, es decir, evito que
se hagan cortes, montajes, que una frase dicha por mí sea sacada de contexto y me
haga quedar, si eso es ya posible, en peor lugar. También evito que amigos,
familiares, conocidos y enemigos de toda clase y calaña, me llamen por teléfono
para comentarme mi actuación, para
hacer sangre o para alabar lo inalabable.
En definitiva, que cada vez hago menos entrevistas televisivas, por dos
razones. Porque pongo tantas pegas que se dan por vencidos y me dicen,
invariablemente, que sí, que ya me llamarán para confirmar el día, cosa que
nunca sucede. Y en segundo lugar, y más importante, porque ya ni siquiera me
llaman, porque no soy tan importante, ni tan relevante, ni tan siquiera tan
buen escritor como para que tenga un público interesado en mis cosas. Y yo estoy de acuerdo con ellos,
tienen toda la razón. La cosa cambia (y ahí no parto peras con nadie), cuando
de leer se trata. Pero eso es otro asunto.
Y traigo todo
esto a colación porque eso mismo es lo que hace Henri Chassaing. Irse a la
guerra para salir por televisión en directo (está en Argelia) y ahorrarse todo
el dramatismo que esa escena provoca en su familia, especialmente en su madre.
Tras el
desafortunado titulo de Al envejecer, los
hombres lloran (esto es una apreciación tremendamente particular), se
encuentra una novela excepcional de Jean-Luc Seigle, autor inédito hasta ahora
en castellano. La novela transcurre en un único día, el 9 de julio de 1961,
cuando toda la familia Chassaing (cada uno a su forma, cada uno como sabe) se
prepara para la llegada del primer aparato de televisión. Con la llegada del
electrodoméstico, cambian en sus vidas más cosas que las meramente aparentes:
Suzanne, la madre, por fin, podrá ver a su hijo Henri, destinado en la guerra
de Argelia. El hermano menor, Guilles, encuentra a alguien con quien compartir
su desaforada afición por la lectura. Y Albert Chassaing, el padre, da con la
clave que lo redimirá de su mediocre vida. Seigle eleva a rutilante literatura
la cotidianeidad, la vida diaria de una familia modesta. El fin de una época,
el adulterio, los miedos y las esperanzas, la incapacidad para mostrar los
sentimiento, la vergüenza de la línea Maginot, un mundo que se desmorona…, todo
esto se convierte en el universo literario de Juan-Luc Seigle, grande y original,
a quien estoy seguro de que leeremos próximamente en nuevas apariciones de su
obra. Por si todo esto fuera poco, el traductor es Adolfo García Ortega, de
quien un servidor lee hasta la lista de la compra.